Turismo alternativo - Cabo Polonio, el Uruguay más hippy

El faro de Cabo Polonio

Anárquico, mochilero y bohemio. Así es Cabo Polonio, uno de los últimos refugios salvajes de América Latina, inmerso entre dunas. A él se llega en camiones comunitarios, en caballo o a pie. Nada de coches. Ni de luz eléctrica o agua corriente. Es el refugio de artistas como Jorge Drexler.

Nada de luz eléctrica. Ni de agua. Salvo en algún que otro hostal multicolor desperdigado anárquicamente por las esquinas. Porque de asfaltado o alumbrado ni hablamos. Y de wifi, menos. ¿Los coches? Prohibidísimos. Así que la opción más socorrida para llegar a Cabo Polonio, uno de los últimos refugios salvajes de Uruguay (y de América), es tirar de los limitados camiones de 24 plazas y techo descubierto autorizados por el Gobierno local, el del departamento costero de Rocha. Hay otra alternativa: los carros de caballos. O recorrer a pie los ocho kilómetros de bosques y dunas (declaradas Monumento Nacional) que lo separan de Playa Valizas. Una vez en el pueblo, inmerso en el parque nacional homónimo (de ahí la protección), lo dicho: la civilización queda atrás.

 

Cabo Polonio

Aquí se estila lo agreste, lo salvaje, lo bohemio. Se nota en las casas de madera (aquí, ranchos) levantadas a mano y rematadas en amarillo chillón, verde fosforito, azul potente, rojo fuego... Y con jardines donde lo que se cultiva son «pensamientos», como reza un cartel improvisado. Justo al lado de un gallinero igual de colorista que las casas. O más. Y de aquellos caballos que campan a sus anchas entre la arena, ésa que hace las veces de asfalto.

La estampa bohemia se completa con el único aseo público, en el centro del pueblo, justo al lado de donde dejan los camiones. Y sigue con los puestos de artesanías. Y con los chiringuitos a pie de playa que te resuelven el futuro a golpe de tarot (o reiki, yoga, masaje ayurvédico...) mientras suena un grupo de rock en vivo. De acompañamiento, buñuelos de algas, empanadas, chivitos (típico bocata de ternera con bacon, queso, lechuga...) o un sándwich de lenguado frito. O de corvina, cazón, rabas... Será por pescado fresco. De postre, alfajor o dulce de leche. Y de beber, mate. Mucho.

Una escuela con cuatro niños

 

Cabo Polonio

Algunos locales ofrecen alojamiento a la luz de las candelas. Porque ya lo decíamos: sólo alguna casa que hace las veces de hostal (no llegan a 10) o taberna hippy dispone de agua (la trae un camión cisterna), gas o luz, ya sea con paneles solares o energía eólica. Y eso es lo que quieren tanto los viajeros (almas jóvenes y mochileras) como los habitantes, apenas 70. Pero tienen hasta escuela (con cuatro niños, eso sí) y misa los sábados a las 16.30 en casa de Gloria, la mulata. No es que no les importe vivir así: es que no quieren otra cosa. Son los hijos de los hijos de aquellos osados que llegaron en los 60 para trabajar en las loberas.

Ésa es otra: aquí está una de las mayores reservas de lobos marinos del mundo, ahora protegidos, pero antaño carne de lucro mediante la venta de su aceite para cosmética. Pasó el tiempo y el negocio fue muriendo. Muchas familias se quedaron, reciclándose en pescadores, artesanos u hosteleros. Y aquí siguen, en sus casas de madera. La construcción está prohibida (el terreno es del Estado), lo que no impide que surja una morada nueva de un día para otro, obra de algún avispado que actúa con nocturnidad, alevosía y mucha rapidez. Las autoridades están pendientes, sí, pero entre que llegan, detectan al infractor y ordenan el derribo...

 

Cabo Polonio

Y es que los aires rebeldes de Cabo Polonio vienen de lejos. De los tiempos de la Conquista, cuando naufragó el barco Nuestra Señora del Rosario (1753), comandado por un ibérico, Joseph Polloni. De él dicen que viene el nombre del pueblo. No le faltaron trifulcas con piratas, ya que las naves (o mejor, las brújulas) se volvían locas, perdiendo el rumbo. Por algo se tachó a Polonio de lugar maldito. No les dio por construir un faro hasta 1881, justo en la división entre las dos playas del pueblo: la Sur, brava y surfera, y la Norte, más tranquila y conocida como la de la Calavera. Motivo: a un pirata le dio por comprar el ganado de los indígenas, quedarse con la piel para revenderla y dejar los esqueletos por ahí sueltos.

Reservas de lobos marinos

Eso sí, se sabe hasta el nombre del primer farero, Pedro Grupillo, quien vivía ahí dentro con su hijo y su mujer, a la que se le ocurrió la idea de plantar una escuela en el edificio y ejercer ella de maestra. A su esposo le dejaba la tarea de alimentar al faro con aceite de lobo marino. La toma era cada tres horas, de forma que don Grupillo tenía que subir los 132 escalones de la torre (casi 40 metros mide) tropecientas veces al día. Así lograba que soltara un destello cada 12 segundos.

 

Cabo Polonio

Y así lo hizo saber el cantautor uruguayo Jorge Drexler en su tema 12 segundos de oscuridad, que dio nombre a uno de sus discos más intimistas. Decía más: «Pie detrás de pie no hay manera de caminar la noche del Cabo revelada en un inmenso radar...». La canción se puede escuchar en el Centro de Interpretación instalado en la terminal de camiones con destino al Polonio. No en vano, el oscarizado intérprete considera a este rincón medio perdido su refugio particular. Allí se escondió y allí logró resurgir de sus cenizas en un mal momento.

Tantos lustros después (y a falta de alumbrado público), las ráfagas del faro continúan dominando la aldea cada noche. De ahí que éste sea uno de esos lugares top para contemplar las estrellas. Y hasta peregrinaciones hay para contarlas. Cero contaminacion lumínica.

Fuente ocholeguas.com

 

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